Guardo en mi memoria recuerdos de dos libros que son excepcionales. Y lo son no sólo por su calidad. También por lo que significaron. Los dos son del mismo autor y debieron llegar a mis manos en alguna de aquellas colecciones de los años 80 de editoriales como Anaya, Molino o Bruguera. Uno es "La llamada de la selva" y el otro "Colmillo Blanco", de Jack London. Con estas dos obras se encendió hace más de cuarenta y cinco años una llama que no se ha apagado desde entonces. Con ellas descubrí que sin salir de mi habitación podía no sólo viajar a lejanas e inhóspitas tierras habitadas por indios y buscadores de oro sino que incluso podía convertirme en lobo. Leer esas aventuras produjo un enorme impacto en mi mente juvenil. No sé si todos los que amamos la literatura tenemos ese o esos libros que actúan a modo de espoleta. Ignoro también si el gen lector existe y nos predestina naturalmente y si, de no ser por estos libros, otros hubieran cumplido la misma misión. Pero en mi caso fue Jack London el que me abrió una puerta a mundos infinitos y eso me ha llenado de gozo durante toda mi vida. Así que como homenaje a mí mismo he releído este libro. Casi nada recordaba de él. Únicamente algún pequeño detalle, algún retazo que afloraba desde el fondo de una densa niebla de tiempo transcurrido. Pero lo he disfrutado como aquel chaval de 9 o 10 años que en su habitación, echado sobre la cama, viajaba veloz en un trineo tirado por poderosos perros y, al igual que él, he podido sentir ahora el gélido viento del Klondike en la cara. Bendito seas Jack London. Benditos sean los libros.
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