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Donde siempre es otoño de Ángeles Ibirika
No oyó el leve entrechocar con el que las dos hojas de madera se unieron y encajaron en el centro. No oyó los pasos acercarse con lentitud. Supo que estaba allí cuando sintió su cuerpo tenso arrimado a su espalda, su cálido aliento rozándole la nuca. Supo que era él antes de que su voz aterciopelada le susurrara ronca: —Te he echado de menos. Un estremecimiento la recorrió por dentro; un placer deseado y a la vez temido. El mismo turbador placer que lo dejó a él desprotegido ante sus propios y arrolladores sentimientos. —No te muevas —suplicó, inmovilizándola con apenas un roce al sentir que iba a volverse—. No he venido a discutir —aseguró, sin sospechar que esa frase, destinada a tranquilizarla, aumentaría su alarma—. Lo hemos hecho tantas veces, que estoy cansado hasta de batallar conmigo mismo. |