Yukio Mishima
Mi vista seguía los movimientos de las manos de Omi, enguantadas en blanco. Se movían con ferocidad pero, al mismo tiempo, con maravillosa precisión, como las zarpas de un joven animal, un lobo quizá. De vez en cuando cortaban el aire invernal como las plumas de la cola de una flecha, para incidir directamente en el pecho de un adversario. Y el adversario siempre caía sobre la tierra helada, ya en pie, ya de nalgas. A veces, en el momento de derribar del tronco a un adversario, poco le faltaba al propio Omi para caer asimismo, y mientras luchaba para recuperar el equilibrio de su cuerpo vacilante, se retorcía, como si padeciera un fuerte dolor y se retorcía encima del tronco, cuya superficie la escarcha levemente brillante había puesto resbaladiza. Pero siempre, invariablemente, la potencia de sus flexibles caderas le devolvía a aquella postura de asesino.
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