El villorrio de William Faulkner
El silencio que no había quedado nunca restablecido, restaurado, ni una sola vez, ni siquiera cuando él dormía, cayó rugiendo a su vez alrededor y, sin dejar de rugir, comenzó a endurecerse y a fraguar como cemento no sólo en su oído, sino en sus pulmones, en su aliento, dentro y también fuera de él, solidificándose de tronco de árbol a tronco de árbol.
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