Lo pasado no es un sueño de Theodor Kallifatides
Vivía en un apartamento pequeño cerca del Colegio, pero ya no daba clases. Había envejecido sin haber cambiado, más bien al contrario, se había vuelto más él. Los mismos ojos sonrientes y la misma sonrisa infantil que yo recordaba. En su habitación hacía un frío terrible. Él llevaba puesto el abrigo y unos guantes con los dedos cortados, como los de los ciclistas, para poder escribir. Ningún mueble. Sólo su escritorio cargado de libros y en el suelo fardos de papel de periódico. Tres grandes fardos. Vio mi extrañeza y sonrió. —No volverá a faltarme el papel —dijo, y añadió que durante su destierro, lo peor no habían sido las golpizas, las torturas, la falta de sueño o el miedo a la muerte. De todo, lo que más había echado en falta había sido el papel. El no tener donde escribir. Ésa fue su última lección. Salí con lágrimas en los ojos y juré que jamás escribiría nada que no fuera una cuestión de vida o muerte, nada que no brotara de mis entrañas y fuera producto de una dedicación sin límites. Era un compromiso ambicioso y, aun si fracasaba, habría valido la pena. |