El color de la magia de Terry Pratchett
Entonces, la Muerte recordó lo que iba a suceder aquella misma noche. No sería correcto decir que sonrió, ya que, en cualquier caso, sus rasgos estaban perpetuamente congelados en una sonrisa calcárea. Pero empezó a tararear una tonadilla, tan alegre como el entierro de un apestado, y —deteniéndose solo para robarle la vida a una mosca de mayo, y una de sus nueve vidas a un gato que se escondía cobardemente bajo la caseta de pescado (todos los gatos ven el octarino)—, la Muerte giró sobre sus talones y echó a andar hacia el Tambor Roto.
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