La leyenda del hechicero. El guerrero de Taran Matharu
El enano evitó deliberadamente la mirada de Cress y saludó a Sylva y a Fletcher con una respetuosa inclinación de cabeza. —Me alegro de veros… Fletcher, Sylva —murmuró, rehuyendo aún la mirada directa de Cress—. Ha pasado mucho tiempo. —¿Y a mí no te alegras de verme? —dijo Cress jovialmente, en un tono que rozaba el sarcasmo. Atilla se puso rojo y volvió la cabeza hacia otro lado. —Ya es bastante incómodo entre los demás alumnos —gruñó, entre dientes—, pero ¿delante de todos ellos? Es… indignante. Fletcher arqueó las cejas, confuso. ¿De qué estaba hablando Atilla? —¿Tan fea soy? —dijo Cres mientras se sujetaba el rostro con ambas manos y pestañeaba sin dejar de mirar a Atilla. —Haz el favor de taparte —dijo Atilla, ruborizándose aún más. —Tienes que entender una cosa, Atilla —dijo Cress, cuya voz amable había adoptado un tono amenazador—. Las enanas llevan velo porque quieren. Lo hacen por ellas mismas, no por vosotros. Si yo quiero mostrar el rostro, la decisión es mía. Tú no pintas nada. —Es impúdico —dijo Atilla apartando la mirada—. Te exhibes para que todo el mundo te vea. —¿Y yo qué, Atilla? —intervino Sylva. (…) —¿Yo también soy impúdica? ¿Yo también me exhibo? Atilla empezó a balbucear algo, pero no supo qué responder. —¿Y tú qué, Atilla? —le preguntó Cress, aprovechando la ventaja—. Tienes un rostro atractivo, un bigote exuberante… Hasta te he visto entrenar con el pecho desnudo. Te exhibes ante el mundo entero y ante mí. Qué impúdico, ¿no? |