El gueto interior de Santiago H. Amigorena
El 13 de septiembre de 1940, en Buenos Aires, la tarde estaba lluviosa y la guerra europea tan lejos que se podría haber creído que todavía eran tiempos de paz. La avenida de Mayo, esa gran arteria bordeada de edificios Art Nouveau que separa la Casa de Gobierno del Congreso, estaba casi vacía; solo algunos hombres apurados, que salían de sus oficinas céntricas con un diario sobre la cabeza para conjurar las gotas, corrían bajo la lluvia buscando un colectivo o un taxi para volver a casa. Entre esos transeúntes furtivos, un hombre de 38 años, Vicente Rosenberg, protegido por su sombrero, avanzaba con paso calmo pero indeciso hacia la puerta del Tortoni, un café de moda donde era posible, en esos tiempos, cruzarse con Jorge Luis Borges y las glorias del tango o con refugiados europeos como Ortega y Gasset, Roger Caillois o Arthur Rubinstein. Vicente era un joven judío. O un joven polaco. O un joven argentino. De hecho, el 13 de septiembre de 1940, Vicente Rosenberg no sabía exactamente qué era. Al entrar al café no había tardado en ver, en una de esas mesitas pegadas a la pared frente a la barra, la silueta maciza de Ariel Edelsohn, su mejor amigo. Con los codos y un café sobre el mármol de la mesa, Ariel esperaba a Vicente leyendo el diario no muy lejos de los billares de la sala trasera. A su lado, mirando hacia el fondo del local para vigilar las carambolas, nervioso como siempre, estaba Sammy Grunfeld, un joven que solía unírseles. Tras darles la mano, Vicente sacudió su abrigo para aliviarlo de las últimas gotas que trataban de empapar la gabardina espesa y se sentó junto a sus amigos, estirando el cuello para leer los títulos de los diarios: en Europa, los nazis empezaban a encerrar a los judíos en guetos.
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