Traduciendo a Hannah de Ronaldo Wrobel
Ahora, en 1938, ya era hora de que Max diese una lección póstuma a su padre, su maestro al contrario. No dejaría de querer a Hannah, a pesar de los pesares. Había aprendido, había desaprendido y ahora reaprendía a amarla —su América, su guerra, su exilio—, reinventándola, redescubriéndola. Era capaz de adorarla en todas sus versiones: simultáneas y sucesivas, sacras y profanas. ¿Tozudez, audacia? Fuera lo que fuese, la creatividad amorosa era justamente la virtud que faltaba en tantos matrimonios que caían bajo el peso de las novedades desagradables: enfermedades, penurias, fealdades. Max iba navegando por aquel sentimiento sin mapas ni promesas, resistiendo a las tormentas que, por otra parte, no hacían más que darle ánimos.
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