Aprendiz de asesino de Robin Hobb
Crecía en mi mente un lamento por mi destino, una diminuta voz desafiante que se oponía a mi muerte, que negaba mi fracaso. Era cálida y luminosa, además, y aumentaba en intensidad mientras intentaba encontrar su origen. Me detuve. Me quedé inmóvil. Estaba dentro de mí. Cuanto más la buscaba, más fuerte se hacía. Me quería. Me quería aunque ni yo mismo pudiera amarme. Me quería aunque yo la odiara. Hincó sus dientes diminutos en mi alma, con fuerza, impidiendo que me siguiera arrastrando. Y cuando lo intenté, profirió un aullido de desesperación que me traspasó, que me prohibía traicionar aquella confianza sagrada. Era Herrero. Lloraba con mi dolor, físico y mental. Y cuando dejé de esforzarme por alcanzar la pared, se sumió en un paroxismo de júbilo, una celebración del triunfo de ambos. Y todo cuanto yo pude hacer para recompensarlo fue quedarme tendido y dejar de intentar destruirme. Y él me aseguró que con eso bastaba, era la plenitud, era la dicha. Cerré los ojos. |