Un matrimonio feliz de Rafael Yglesias
Cuando aquella tarde Enrique le agarró las nalgas para penetrarla hasta el fondo, estas le habían llenado las manos sin derramarse, pero eran almohadones, no una fruta firme. Enrique no lo admitiría ante ningún amigo masculino, pero el cuerpo maduro de Margaret le excitaba precisamente porque no era la misma carne que había deseado cuando era joven y estúpido. Ahora la deseaba porque lo que antaño había despertado su lujuria ahora estaba marcado por el paisaje de la historia de su vida juntos; y aunque era algo que él no sabía y no podía saber mientras ella viviera, la deseaba porque, mientras estaba en sus brazos, se sentía a salvo.
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