Un arte espectral de Norman Mailer
El escritor, en especial el escritor estadounidense, no suele ser el sereno amo de su oficio; es más bien un ser que se aventuró en la jungla de su inconsciente para traer de regreso un sentido de orden o un sentido de caos; pasa a través de los arbustos en su sueño y, si es ambicioso, debe estar dispuesto a captar la espesa hostilidad del mundo. Si un escritor es realmente lo bastante bueno y lo bastante audaz, por la lógica de la sociedad se escribirá a sí mismo hacia el final de una rama que el mundo serruchará. No va necesariamente a su muerte, pero debe arriesgarlo. Y algunos, por cierto, van a su muerte; Thomas Wolfe muy en especial, disparando las pasiones que le pudrieron el cerebro en aquellas largas noches paranoicas en Brooklyn cuando escribía en un estado de exaltación y terror sobre la parte superior de un refrigerador. Y Hemingway, que desafió la muerte diez veces y la habría desafiado cien veces más para encontrar más arte, porque cada vez que pasaba a través de la muerte le era ofrecida la dulzura de la creatividad nueva.
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