Un arte espectral de Norman Mailer
En esos cuatro años en Harvard pude recoger algo del ego literario que un joven escritor necesita para seguir adelante a través de las reacciones contradictorias de los otros ante su obra. Si hay un motivo por encima de los demás para tomar un curso de escritura, es pasar a través del reconocimiento agónico pero indispensable de que el cuento de uno, tan claro, tan hermoso, tan poderoso, y tan auténtico, tan definido en su sentido o tan bien equilibrado en su ambigüedad, se ha convertido en cien cosas diferentes para los escritores presentes. Incluso el profesor no capta tus símbolos enterrados, o peor, no le gustan. Ser un escritor joven en un curso semejante puede lastimarte las psiquis tanto como ser un novato en el campeonato de box para aficionados Guantes de oro puede lastimarte la cabeza. Hay un castigo en reconocer cuánto castigo más habrá de soportar aún. Sin embargo, la clase tiene su valor único e imborrable. Porque llegas a ver las caras de aquellos a quienes les gusta tu trabajo, oyes sus voces, y así alcanzas cierta comprensión sobre las perversidades del gusto de un público (por ejemplo, cuando les gusta un cuento de un autor al que desprecias). Puedes, incluso, llegar a reconocer hasta qué punto un buen texto de prosa puede enfocar la atención de un público. Si eso te ocurre, si escribes un texto y en la habitación todos escuchan como si hubiera alimento para un oído -el de ellos-, entonces, no importará después si oyes una docena de reacciones separadas, porque al fin tendrás la certeza de que eres un escritor. Tu trabajo tiene efecto: en algún pequeño sentido, has empezado a entrar en la vida y en la inteligencia de los otros. Entonces, no es probable que te mantengas apartado de la escritura. De hecho, si obtienes aunque sea un atisbo de ese tipo de reacción por uno de tus párrafos, descubrirás que debes tener más párrafos semejantes. Desearás el placer inefable de semejante atención.
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