Noa Alférez

(…) Siempre he creído que amar me destruiría, pero no es así. Lo único que puede destruirme es que tú no sientas lo mismo.

(…) Te dije que había algo de ese Londres oscuro muy dentro de mí, pero no es verdad. Lo único que hay dentro de mí eres tú. (…)

(…) Lo siento, milord, pero yo soy así: insolente y deslenguada, y siempre defenderé lo que pienso, aunque a usted o los de su clase les dé una apoplejía cuando me escuchen. No pienso cambiar por ningún hombre.

—Lo que se espera de mí es que sea un mero accesorio de mi futuro esposo. —Thomas parpadeó sorprendido por su franqueza y por el giro que estaba dando la conversación—. Que no haya pasión, ni excesiva emotividad en mi hipotética vida de casada. Que no cuestione, que no desobedezca, que no haga preguntas incómodas.

Él no sabía que contestar, realmente odiaba imaginarla en una vida como la que acababa de describir.

Puede que a la luz del día Andrew Greenwood fuera un ogro frío e impasible. Pero, al menos en sus sueños, él siempre sería su tabla de salvación.

—Lo fácil en la vida es dejarse llevar. Eso no tiene ningún mérito, pequeña. Controlar el deseo, las ansias de rozar una piel que te enloquece, de sumergirse en el cálido cuerpo con el que sueñas cada noche, tener tu mayor anhelo al alcance de tu mano y dejar que se vaya, como si fuera agua entre tus dedos. Eso es una carga muy difícil de llevar, así que no me subestimes. (…)

—Lo fácil en la vida es dejarse llevar. Eso no tiene ningún mérito, pequeña. Controlar el deseo, las ansias de rozar una piel que te vuelve loco, de sumergirse en el cálido cuerpo con el que sueñas cada noche, tener tu mayor anhelo al alcance de tu mano y dejar que se vaya, como si fuera agua entre tus dedos. Eso es una carga muy difícil de llevar, así que no me subestimes.

—No quiero bailes, ni veladas absurdas, ni vestidos de seda. No quiero casarme con alguien elegido por mi padre, no quiero un aristócrata almidonado, ni un matrimonio de conveniencia. Yo también moriría si fuera así. Esos son los planes de mi padre, no los míos. No puede obligarme. Yo te elegiría a ti entre un millar, entre un millón.

—Lo único que quiero es que me veas, Richard. A mí, a lo que soy. —Elisabeth estaba a punto de desmoronarse, y sus palabras contenían toda la frustración acumulada, todas las palabras hirientes, toda la desconfianza anidada entre ellos—. A la Elisabeth real y no a esa espantosa imagen de mí que has creado en tu cabeza para protegerte.

(…) que Dios nos ayude, porque si tú no te alejas, yo no voy a tener voluntad para hacerlo.