Miguel Gacio

Sin embargo, había algo allí que atraía a Esteban, que tiraba de él a pesar del miedo que sentía. Era una relación insana entre la lógica que le pedía apartarse y el instinto que le ordenaba lo contrario. Decidió optar por un término medio, acercarse un poco más a la puerta y, tal como viera la situación, optar por darse la vuelta ante la primera amenaza que pudiera surgir.

Porque Laura era distinta al resto de las personas que disfrutaban de aquella playa. Ella tenía una capacidad especial de percibir sensaciones más allá de la mayoría del resto de los humanos. Era algo que ya había demostrado muchas veces ayudando a los demás.

La escena habría sido normal de no ser porque el hombre llevaba más de veinte años muerto. Sin embargo, ahí estaba, reclamando su habitual café vespertino, a la misma hora de siempre. El humo del cigarrillo que tenía entre los dedos se entremezclaba con la neblina que, a modo de aura, rodeaba al susodicho. Por lo demás, era la clara representación en tono sepia del hombre con el que había estado tanto tiempo casada María.

Para entonces, Laura era demasiado pequeña para comprender y utilizar su don. Pero aquella bruja no dudaría en volver para adiestrarla, convirtiéndola así en alguien capaz de utilizar sus poderes para ayudar a los demás.