Micol Ostow

Parecía que todo había ido de mal en peor durante un tiempo. Desde que... bueno, no me gustaba admitirlo, o pensar demasiado en ello —ni siquiera en mi propia cabeza—, pero todo se había desmoronado desde que cometí el error de acercarme a Hiram Lodge.
Todos me advirtieron que no me involucrara demasiado con él. Demonios, incluso Verónica me lo advirtió. Ese debió haber sido el factor decisivo. Pero él es su padre, y... bueno, ¿para ser sincero? Quería gustarle al padre de mi novia. Fue así de simple. Así de estúpido.

El verano está hecho para no hacer nada, para aplastar mosquitos y chapotear en el río Sweetwater, para ignorar el reloj despertador y perder la noción del tiempo. Para vivir en ese estado de animación suspendida donde cualquier atisbo de responsabilidad se evapora y solo se trata de ti, de tus mejores amigos y de la sensación de que todo lo que haces y eres es efímero, difuso... y solo tuyo.
En Riverdale, el verano nos pertenece.
O eso es lo que creíamos. Hasta ese verano.

¿Otros chicos, otra ciudad, otra vida? Eso hubiera sido una hipérbole.
Pero la hipérbole era un lujo que no nos podíamos permitir. Nuestra propia existencia se había transformado en una.

No tenía miedo a la oscuridad. Nunca le tuve miedo, incluso de niño. Pero había tantas otras cosas en este mundo que temer. Y todos nos habíamos enfrentado a varias de ellas.

De todas formas, no teníamos más que una noche para resolver esto. Literalmente, era ahora o nunca. Para resolver mi propio destino, quizás para siempre.

Ronnie no era alguien que bajara la cabeza y fuera amable porque sí. En especial no cuando las personas que a ella le importaban estaban en la mira.

Jughead era mi enamorado del instituto, después de todo. Y, de todas formas, ¿quién termina con su enamorado del instituto en el largo plazo?

Archie no estaba hecho para esta existencia de antihéroe de una película noir. Eso le estaba haciendo mella.

Los Blossom eran como rosas venenosas en el jardín de Riverdale, y nadie quería pincharse con sus espinas.