La buena esposa de Meg Wolitzer
Es su manera de ver el mundo, se ponía fin a los malos matrimonios, igual que los embarazos no deseados. Ella no sabía nada sobre aquella subcultura de mujeres que se quedaban, mujeres sin una explicación lógica para su lealtad, mujeres que aguantaban porque aguantar era el ejercicio en que se sentían más cómodas, el que de verdad les gustaba. Ella no entendía el lujo de lo familiar, de lo conocido; la misma joroba que aparece bajo la ropa de cama, los mismos pelos que asoman por la oreja. El marido. Una figura contra la que nunca luchabas, sobre la que no te imponías, si no que te limitabas a vivir a su lado una estación tras otra hasta que el tiempo se amontonaba como los ladrillos empapados de espeso mortero. El muro del matrimonio se alzaba entre los dos, convertido en lecho conyugal, y te tumbabas en él, agradecida.
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