Fidelidad de Marco Missiroli
Lo único que le importaba a Carlo era el teléfono en el bolsillo y el tiempo que iba transcurriendo. Llegaría puntual a la cita, le diría a su mujer que quería estar solo, pasear, no era la primera vez que lo hacía al salir de casa de sus padres. Mientras dejaba que le llenaran el plato de arroz, mientras brindaban por los próximos cien años de Loretta Pentecoste, la idea de Sofia le provocaba una aguda presión en el esternón. Si hubiera renunciado a ella, si le hubiera escrito que no podían verse porque de repente le había surgido un imprevisto, si hubiera borrado su número de la agenda, si la hubiera imaginado en Rímini para siempre, si hubiera limitado el cosquilleo al frenillo y la taquicardia al cuello, si hubiese encauzado esas energías hacia su mujer, follándosela salvajemente como solo ellos sabían hacer, yendo al cine o a cenar fuera, legitimando sus proyectos de familia, quizá un hijo, sí, un hijo desde luego, si hubiese hecho todo eso. La verdad era que había comprendido hasta qué punto transmigraba el impulso erótico: era de un cuantitativo exacto, dárselo a una significaba quitárselo a la otra, dárselo a las dos significaba una parte para cada una.
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