The Raven Boys: el tercer durmiente de Maggie Stiefvater
Los pensamientos giraban en su interior como posos que enturbiaban una charca. Los humanos eran seres circulares: vivían los mismos ciclos lentos de alegría y desolación una y otra vez, sin aprender jamás. Cada una de las enseñanzas que ofrecía el universo debía repetirse miles de millones de veces, y a pesar de ellos, no permanecía. «Qué arrogancia la nuestra», pensó Adama, «al traer al mundo criaturas que no pueden caminar, hablar ni alimentarse solas. Qué seguros estamos de que nada las destruirá antes de que puedan cuidar de sí mismas». Qué frágiles eran esos seres; qué fácil era abandonarlos, descuidarlos, maltratarlos, odiarlos. Las presas de los predadores nacían ya asustadas. Él no había nacido asustado, pero había aprendido a estarlo. Aunque quizá fuera bueno que el mundo olvidara todas las enseñanzas, los recuerdos buenos o malos, los triunfos y los fracasos, todo borrado al morir cada generación. Quizá esa amnesia cultural fuera lo que les permitía vivir; quizá, si se acordaran de todo, se hiciera imposible la esperanza. |