Siempre de Maggie Stiefvater
Desde que se había ido a vivir a casa de Beck —no, a mi casa—, Cole se había convertido en algo que me resultaba totalmente ajeno. Era como si no pudiese evitar destrozar cosas; el caos era un efecto secundario de su presencia. Tenía el suelo lleno de cajas de CD, se dejaba el televisor encendido con la teletienda, abandonaba sobre los fogones una sartén llena de algo pegajoso y carbonizado… El parqué del vestíbulo estaba lleno de agujeritos de uñas que hacían un recorrido de ida y vuelta desde la habitación de Cole hasta el baño, como un abecedario Braille lobuno. Inexplicablemente sacaba todos los vasos del armario de la cocina, los organizaba por tamaños en la encimera y se dejaba las puertas abiertas, o veía a medias una docena de películas de los años 80 y dejaba las cintas sin rebobinar en el suelo, delante de un vídeo que había encontrado guardado en el sótano.
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