La cinta roja de Lucy Adlington
Desde que había llegado a Birchwood había decidido que sólo iba a ver las cosas que yo quisiera. Cada segundo de mis primeras tres semanas había resultado horrible: mucho peor que las espinas de un arenque. Yo me había convertido en una especie de gólem —una chica sin alma— a la que llevaban de aquí para allá a empujones y que se limitaba a esperar interminablemente, de pie o en cuclillas
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