Costras: España hurga en sus heridas de Katarzyna Kobylarczyk
La gente hablaba en susurros de esos lugares. Prohibían a los niños jugar en ellos. Les decían que estaban llenos de moscas y tábanos, que la tierra era blanda y suave como una esponja, que por debajo fluía sangre. Que esos lugares apestaban. Que engendraban huesos y escamas. Por las noches aparecían allí fuegos fatuos. Todos los niños de los alrededores sabían que, cuando se hacía de noche, lo mejor era evitar esos lugares, y que si te veías obligado a pasar por allí a oscuras tenías que echar a correr; correr con todas tus fuerzas para que las manos de los cadáveres no pudieran salir de debajo de la tierra, cogerte por el tobillo y arrastrarte. Algunas veces, muy raramente, algunas mujeres pasaban por allí. Se reunían el 1 de noviembre, con sus faldas negras, sus blusas negras, sus zapatos negros, sus chaquetas teñidas de negro, negro sobre negro. Acudían solas, sin sus maridos, porque eran precisamente ellos quienes yacían en esos lugares.
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