El sabor de las penas de Jude Morgan
(…) Emily deja caer a Branwell en un rincón, arranca de la cama la ropa humeante, la golpea y la pisotea y luego se va corriendo a por agua. Branwell, borracho perdido, se enrosca en el suelo como un perro en un cesto. Pasan sobre él y a su alrededor, limpiando y ordenando. Otra vez a limpiar cuando Branwell abre la boca y suelta un chorretón de vómito. Luego, por fin, sacudirlo un poco, convencerlo y llevarlo a la cama en volandas, colocándolo de lado en previsión de nuevos vómitos. Todo ello prácticamente en silencio, con susurros y gestos, para no inquietar a su padre, que se niega incluso a tener cortinas en las ventanas por su temor patológico al fuego. Se detienen en la puerta del dormitorio a dar un último repaso visual, cargadas con las hediondas sábanas y el cubo, desgreñadas y con las caras tiznadas, y es entonces cuando, de esa manera suya serena y solemne, Anne dice: —Vemos aquí a los celebrados Currer, Elis y Acton Bell relajándose en casa, disfrutando de su fama. Y les acomete una hilaridad tan desenfrenada y virulenta que tienen que morderse los labios y taparse la boca con los nudillos para precipitarse escaleras abajo, y al fin pueden dar rienda suelta a la risa: unas risotadas, relinchos y alaridos tales que cualquiera que las hubiera oído habría pensado que estaban llorando desconsoladamente. |