La noche de Juan García Ponce
Empecé a esperar todas las noches frente a su casa. El sabor amargo en la boca, la rabia y el desprecio por mi mismo. Horas enteras, inacabables, convenciéndome a mí mismo: “Cinco minutos más”; y luego: “No voy a irme ahora, cuando ya no puede tardar, me quedo hasta que llegue. Le escribí una carta: “Cecilia, es una tontería, no he cambiado nada, no te inventes cosas, estábamos muy bien, no tienes de qué vengarte ni sabes lo que estás haciendo, eso no importa y te quiero, ven, déjame hablarte”. La vergüenza de tener que esconderme detrás de cualquier cosa cuando ella llegaba con Guillermo y el odio el día que los encontré caminando, del brazo. “¿Qué haces por aquí?” “Nada… La casa de un amigo”. Mirando a Cecilia para que ella entendiera. Me fue a buscar al día siguiente, pero no subió al estudio sino que me llevó a dar una vuelta en el coche. “¿Lo quieres?” “No”. “¿’Te quiere?” “Tiene que quererme”. “Es un idiota”. “¿Qué importa?” “Déjame besarte”. “¿Para qué?” Y después: “¿Ves? Es inútil. No vayas más por mi casa. No voy a salir. ¿Dónde te dejo?” Era diciembre. Los árboles sin hojas, el tráfico peor que nunca y las gentes caminando de prisa, en el viento. Le devolví el estudio a Julia y a Carlos y me fui a pasar las vacaciones con mi familia. Ahora Cecilia no había querido decirme cómo me había encontrado. “Aquí estoy. ¿Quieres venir o no?”).
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