La novela del buscador de libros de Juan Bonilla
De mi temporada de librero de viejo aprendí muchas cosas, sin duda. Lo mejor no fue cierto desapego por libros que me obligaban a preguntarme constantemente ¿para qué quiero yo este libro?, sino al revés, el apego insobornable que les tenía a otros. Otros libros por los que, abierta la veda –las noticias en la cofradía de bibliómanos corren que se las pelan–, me ofrecían bastante dinero al que yo renunciaba después de hartas dudas, de comerme la cabeza acerca de si merecía la pena o no deshacerse de este o aquel raro volumen que yo había logrado en alguna de mis andanzas por librerías y mercados latinoamericanos y ahora corrían el riesgo de acabar en el espacioso salón de un coleccionista adinerado para el que hacer una transferencia de 3.000 euros significaba bien poca cosa.
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