Joanna Wylde

Me sentía celosa, porque ella tenía un cuerpazo y porque la noche pasada había sentindo dentro el miembro de él, mientras que yo había tenido que conformarme con mi vibrador. Mierda, ni siquiera funcionaba bien —debía de tener un mal contacto o algo así. La mitad de las veces no se ponía en marcha y no tenía dinero para comprarme uno nuevo. ¿Con qué grado de patetismo deberíamos calificar esto? Tan pelada que no podía permitirme ni comprar un vibrador. Tal vez debería de colocarme junto a la puerta de alguna tienda erótica, con una gorra y un cartel que dijera «madre soltera: se agradece cualquier ayuda».

—Sé cómo funcionan los clubes de moteros —dije, sopesando mis palabras—. Nadie entra en detalles, pero los Silver Bastards no son exactamente «relucientes ejemplos de legalidad» —remarqué esas palabras con ironía—. La realidad es la que es. La casa de Teeny era un lugar de paso para todo tipo de moteros, y a ninguno de ellos les importé una mierda. No me vas a decir que era la primera vez que veías a una chica en apuros… ¿O es que intentas ayudarlas a todas?

—Esto es lo que pasa con los tipos como yo —dijo en voz baja y muy tranquilo, mientras me taladraba con la mirada—, no hacemos lo que la gente supone. Si queremos algo, lo tomamos. ¿Y qué quiero yo? Pues muchas cosas. Quiero atarte a mi cama con mi cinturón. Quiero arrancarte la ropa y follarte [...] Quiero ser tu dueño, Sophie.

Me quedé mirando la espalda de Mel, preguntándome si había oído bien. Sí, claro que quería que se quitara el sujetador.
En aras de la pintura, por supuesto.
Aquello versaba sobre arte, no sobre comportarse como un puto pervertido que solo quería echar un polvo. Ni lo más mínimo.

—Eres mía. Hace cinco años me metí en una pelea por ti y te dejé marchar. Ahora me has vuelto a dejar entrar en tu vida, y no pienso irme. Mataría por ti. Y moriría por ti. No pienso dejarte ir, Becca, y no voy a permitir que te alejes de mí. Ya puedes ir asimilándolo.

—Esto es lo que quiero —dijo con voz acariciadora, mientras se inclinaba y me besaba entre los omoplatos—. Necesito hacerte mía. Toda mía. Hacerte gritar, sentir que me perteneces y que yo te pertenezco y que nada más importa. No puedo dejar que te alejes de mí, nena.

Sonreí con tristeza porque acababa de aprender por las malas que no había nada que pudiera protegernos de los monstruos de verdad.

Sonreí con tristeza porque acababa de aprender por las malas que no había nada que pudiera protegernos de los monstruos de verdad.