Tormenta de Jay Kristoff
—Eso ha sido muy valiente, Señorita. Yukiko le miró fijamente, con la lengua perdida en algún lugar de sus sandalias. Dios mío, es guapísimo… El samurái se quitó el guantelete y deslizó el pulgar por las ahora silenciosas sierras de su espada; dejo una fina mancha roja en el acero repujado. Se limpió la sangre sobre el tabardo y luego insertó la katana en su vaina esmaltada con el sonido de las alas de una cigarra. —Una vez desenvainada, debe probar el sabor de la sangre. —Sus ojos centellearon como jade color crema—. Me alegro de que no fuera la tuya, hija de zorros. |