El lobo estepario de Hermann Hesse
Y cuando por fin llegó el martes, se me había hecho claro, hasta darme miedo, la importancia de mi relación con la muchacha desconocida. Sólo pensaba en ella, lo esperaba todo de ella, me hallaba dispuesto a sacrificarle todo y ponérselo todo a sus pies, sin estar enamorado de ella en lo más mínimo. No necesitaba más que imaginarme que quebrantaría nuestra cita, o que pudiera olvidarla, entonces veía claramente lo que pasaba por mí; entonces se quedaría para mí el mundo otra vez vacío, volvería a ser un día tan gris y sin valor como otro, me envolvería de nuevo la quietud totalmente horripilante y el aniquilamiento, y no habría otra salida de este infierno callado más que la navaja de afeitar. Y la navaja de afeitar no se me había hecho más agradable en este par de días, no había perdido nada de su horror. Esto era precisamente lo terrible. Yo sentía un miedo profundo y angustioso del corte a través de mi garganta, temía a la muerte con una resistencia tan tenaz, tan firme, tan decidida y terca, como si yo hubiera sido el hombre de más salud del mundo y mi vida un paraíso.
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