La última cripta de
Fernando Gamboa
−Tuareg −fue todo lo que dijo. Nos dio la mano a cada uno y, dándose la vuelta, se marchó siguiendo sus huellas. Nos habíamos quedado solos. Imperceptiblemente, el terreno que pisábamos había mutado de inhóspita sabana a erial cuarteado por una sequía de siglos. Allí ya no había acacias, y solo unos pocos matojos secos salpicaban un paisaje monocromático de marrones claros y horizontes aplastados por un cielo implacable. Aquello estaba muy lejos de ser la animada sabana que nos presentan los documentales del National Geographic, con ñus, cebras y leones brincando a diestro y siniestro. Aquel lugar estaba muerto. Total y contundentemente muerto. Si la muerte tenía un póster colgado en su casa, probablemente sería una instantánea de aquel paraje por el que caminábamos