Celia y el comisario de Elena Bargues
Daniel se enfrentó a un rostro pálido y a unas manos nerviosas. La mujer, que había captado su interés de forma inusual, presentaba unas pupilas dilatadas por el temor, que mermaba el color pardo del iris, y sus manos habían dejado parte de la falda hecha un guiñapo de tanto como la había sobado, arrugado y estirado. —Le juro que soy inocente a pesar de las apariencias. —La declaración semejaba más una súplica o un grito de socorro que una exculpación por la escasa convicción que puso de su parte. |