El niño que enloqueció de amor de Eduardo Barrios
Estoy feliz, bien, bien feliz. Y por las tardes me subo al departamento de los sirvientes porque me gusta ese corredor que da a los tejados, al anochecer, y de ahí veo las copas de los árboles que asoman de los patios y oigo las campanadas de San Francisco y de otras iglesias más distantes, y las copas de los árboles y las campanadas me parece que flotan en el aire. Por un lado el cielo se mueve y van bajando las listas de colores, que unas son como de fuego, y como oro, y rosadas, y verdes, y por el lado de la Cordillera los cerros se ponen color ladrillo primero, y después morados y el cielo como con una pena muy suavecita.
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