Asesinato en la catedral de Edmund Crispin
Eran las diez menos diez y una bruma crepuscular acariciaba los tejados de la villa, suavizaba el contorno de la costa y dibujaba cauces de plata entre las casas blancas dispersas por la distante orilla del otro lado del estuario. Ya ni siquiera las gaviotas emitían sus melancólicos gritos. Como en un gesto de despedida antes de sucumbir al asalto de la oscuridad, el cielo era del más pálido y frágil azul. El ambiente estaba impregnado del sosiego,singular e inexplicable, del anochecer, interrumpido tan solo por los graznidos de una bandada de grajos que regresaba a sus nidos, en las copas de unos abetos. La catedral, con su orgullosa aguja alzada al cielo, dominaba la población.
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