El último barco de Domingo Villar
―¿Qué es esto? ―preguntó. Se había acercado al remolque y examinaba su contenido con el rostro arrugado. ―Son algas ―dijo el hombre. ―Ya lo veo ―replicó el ayudante del inspector―. Pero ¿para qué las quiere? Caldas vio el recelo dibujarse en los ojos del hombre y respondió por él: ―Para abono ―dijo―. ¿Verdad? ―Claro. ―¿Y qué piensa abonar? ―preguntó el aragonés. ―La huerta de casa ―contestó el otro, con naturalidad. ―Puf ―resopló Estévez―. Pues sí que va a oler bien. ―No se lo tenga en cuenta ―dijo Caldas―, es que en su tierra no hay algas. ―¿Y con qué abonan? ―preguntó el hombre. Estévez se encogió de hombros. ―No sé… ―dudó―. Con estiércol. ―Ah ―dijo el hombre, y guiñó un ojo al inspector ―, pues seguro que allí huele mejor. |