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La corte de los espejos de Concepción Perea
El phoka sintió que sus músculos se volvían de lana mojada. Las piernas no lo sostuvieron, y la esperanza tampoco. Soltó a Nicasia antes de caer de rodillas. Los ojos le quemaban; lloraba alquitrán hirviente. Abrió la boca. La Oscuridad brotó espesa como el cieno de un pantano. Vomitó el alma hasta los huesos. Esta vez la Oscuridad abrasaba la piel, lo envolvía todo, lo ahogaba todo obedeciendo la voluntad de su anfitrión, que sólo deseaba librarse de ella, aquella carga de aflicción que envenenaba y pudría su espíritu. Quería que las sombras lo borraran todo, la muerte, la barbarie, la traición… Quería escupir los recuerdos junto a las tinieblas. Sólo anhelaba que el dolor se marchara. Cada vez le pesaba menos el cuerpo. Se desinflaba como un odre vacío, una cáscara de papel de seda que recubriera un armazón de huesos como alambre. Lo único que quedaba de Dujal era su tristeza y su rabia anegando el túnel, una protesta que no tenía voz ni luz, sólo decepción.
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