Dies irae de César Pérez Gellida
Sancho había llegado, como de costumbre, con algunos minutos de antelación y se había sentado en una mesa frente a un gran ventanal del que se descolgaban dos grandes cortinones de un rojo corinto. Desde allí, podía contemplar la magnífica postal de aquella singular plaza abierta al mar, la más grande de Europa. En aquel lugar de dorada atmósfera costumbrista, se mezclaban los olores a café intenso, a cuero centenario y a madera de alto linaje.
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