Todos los días son nuestros de Catalina Aguilar Mastretta
Hacia el final, cuando dejó de caerme en gracia, me miraba como un perro golpeado, como si lo hubiera obligado a volverse ordinario, a preocuparse por el dinero, el alquiler y la vida diaria, como si fuera mi culpa ser tan básica, por haberle exprimido el amor a la locura de los huesos. Lo veía triste consigo mismo, conmigo, con querer tanto a alguien que no lo hacía mejor.
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