Viaje a la Alcarria de
Camilo José Cela
Cuatro o seis chopos delgados como silbidos se cimbrean a la brisa de la
tarde.
Un viejo medio desdentado, con gafas, boina y cayado, con barba de seis
días y la chaqueta de pana echada sobre el hombro, a la torera, habla con el
viajero.
—Y entonces, usted, mozo, ¿vive en Madrid?
—Sí, señor.
—¿Conoce usted al Ramiro, el del instituto oftálmico?
—No, señor.
—¿Y al Julián?
—No, al Julián tampoco lo conozco.
El viejo de las gafas mira al viajero con desconfianza, como diciendo: No;
éste no viene de Madrid. ¡Dios sabrá de dónde ha salido! Si viniese de
Madrid conocería al Ramiro y al Julián; los conoce todo el mundo.
El viejo mira para el suelo y da unos golpecitos a los cantos con el
bastón. Después levanta la cabeza de nuevo y habla.
—Yo estuve en Madrid el año que acabó la guerra; fui a operarme unas
cataratas. Me acompañó mi hijo Paco, yo no me podía valer. Ahora está en
el campo; si usted se aguarda un poco lo podrá conocer; ya no creo que
tarde. Yo ya no voy al campo, ya no valgo; estuve yendo más de cuarenta
años, sin dejar un día, hasta que me rendí.
El viejo sonríe.
—El tiempo acaba con todo, ya ve usted. Cuando me quedé inútil, mi hijo
Paco andaba por los doce años aún no cumplidos. Le di la herramienta y le
dije: Aquí tienes los aperos; el campo ya sabes dónde está. El hijo es bueno
y, desde entonces, es el que lleva todo. Nosotros, ¿sabe usted?, somos los
dos solos; la madre murió cuando nació el muchacho. Al Paquito más le vale trabajar lo que es suyo; vamos, es lo que pienso yo.
El viajero bebe un cuenco de leche de oveja, que le ha ofrecido una de las mujeres. Después se despide y se va. El camino se ha hecho para andar y el sentarse al borde del camino, a hablar con la gente, acaba enviciando.
A poco de salir de Durón, antes de llegar el empalme del Tajo, se le echa la noche encima. La oscuridad llega de prisa, casi precipitadamente.
+ Leer más