El idioma de los recuerdos de Antonio Gómez Rufo
Tenía diecisiete años, a punto de cumplir los dieciocho, y a la vida le dio por revolverse y me convirtió en hombre. Elena despertó mi pasión romántica, Calatrava fomentó mi gusto por saborear la vida sin echar cuentas y mi hermano me mostró el camino de la crueldad sin arrepentimiento. Él aseguraba que ser cruel no era perverso cuando se ejercía en nombre de ideales altos, asegurando que los suyos, los nuestros, los de los vencedores, eran esos ideales sublimes. Y que yo tenía que participar en defenderlos y ensalzarlos a cualquier precio, aunque los cobardes, los vencidos, lo consideraran crueldad, exceso o impiedad.
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