La señorita Mackenzie de Anthony Trollope
Margaret Mackenzie había llevado, obligada por las circunstancias, una vida muy retirada. No tenía ninguna amiga a quien poder confiar sus pensamientos y emociones; y dudo incluso que nadie supiera de la existencia –en Arundel Street, en la pequeña habitación del fondo-, de varias manos de papel en las que Margaret había escrito sus reflexiones y sentimientos; cientos de poemas que no habían visto más ojos que los suyos, sinceras palabras de amor grabadas en cartas que nunca envío, que nunca había tenido intención de enviar a destino alguno. Las cartas, de hecho, comenzaban sin destinatario y terminaban sin firma alguna; y no sería justo decir que estaban destinadas a Harry Handcock, ni siquiera en el periodo más álgido de su amor. Más bien eran pruebas de su ímpetu, ensayos de lo que sería capaz de hacer si la fortuna le fuera amable y le permitiera amar algún día.
|