La inquilina de Wildfell Hall de Anne Brontë
atajando a campo traviesa, casi como podría volar un pájaro—, sobre prados y barbechos, rastrojeras y senderos, saltando setos, zanjas y vallas, hasta que llegué a las puertas de la casa del joven hacendado. Nunca hasta ese momento había conocido yo todo el apasionamiento de mi amor, toda la fuerza de mis esperanzas, no del todo aplastadas ni siquiera en mis horas de más profundo desaliento, en las que me agarraba tenazmente a la idea de que un día ella podría ser mía, y si no eso, por lo menos a que algo en mi memoria, algún luminoso recuerdo de nuestra amistad y nuestro amor, sería acariciado para siempre en su corazón.
|