Los amigos del crimen perfecto de Andrés Trapiello
Se abrió la puerta del despacho y apareció una dama de unos doscientos años, pequeña como un dije, envuelta en vapores de naftalina y con labios tan al rojo vivo que causaban una gran impresión. Vestía blondas blancas, encajes y sedas a medio planchar, que parecían haber dejado el baúl de los recuerdos media hora antes. Sí, se hallaban en una novela gótica. Seguramente la dama, a juzgar por la intensidad del carmín, acababa de comerse el hígado del señor Espeja el viejo. O como mínimo un cactus.
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