La vida descalzo de Alan Pauls
No éramos frívolos, sin duda, y a los tres o cuatro días de llegar, sin bañarnos y con la ropa sucia, porque el gasista, demorado en una clínica de los alrededores por el lento trabajo de parto de su mujer, había dejado las garrafas de gas bajo llave y la carga de las que había en la casa, remanente de la opulencia estival, había alcanzado apenas para el mate de festejo de la llegada, cualquiera que nos sorprendiera en esas derivas callejeras, con las yemas de los dedos amarillas de nicotina y los ojos enrojecidos por el drambuie, un licor de whisky empalagoso, sí, pero el único con el que el hogar de leños aceptaba hacer juego sin protestar, bien hubiera podido tomarnos por un par de esos hippies recalcitrantes que abonaban el mito de la playa cuando el resto del universo lo dejaba caer, o por los sosías juveniles del Hammett y la Hellmann de Julia, una pareja de intelectuales que buscaba en los rigores de la playa invernal no sólo una comunión profunda sino también el temple, el filo, la resistencia capaz de exigirlos como nada en la ciudad —demasiado familiar, demasiado dócil— se animaba ya a exigirlos. Pero ¿éramos felices?.
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