El caso de los anónimos de Agatha Christie
He recordado con frecuencia la mañana en que llegó el primero de los anónimos. Lo recibí a la hora del desayuno y le di vueltas y más vueltas, como suele hacerse cuando el tiempo se hace largo y a todo acontecimiento hay que sacarle el mayor jugo posible. Era una carta del interior, con las señas escritas a máquina. La abrí antes que otras dos que llevaban matasellos de Londres, ya que una de ellas era, evidentemente, una factura, y en la segunda reconocí la escritura de una de mis latosas primas. Ahora resulta raro recordar que a Joanna y a mí la carta nos hizo más gracia que otra cosa. Entonces no teníamos ni la más vaga idea de lo que había de venir: aquel rastro de sangre y violencia, de desconfianza y de temor |