Mary Robinette Kowal

Ninguna palabra hace justicia a la profundidad del espacio.

No importa cuántas caminatas espaciales haga, las estrellas nunca dejarán de maravillarme. Con el negro infinito como telón de fondo, ardían. Nuestra nave era la única interrupción, bruñida de oro y plata por el sol.

Pensé en Roy y en sus amigos y en que el espacio solo sería para un cierto porcentaje de la población. Mucha gente se quedaría atrás por pura necesidad. Sería como un programa de eugenesia autoseleccionado.

Dado que las mujeres habían entrado en el cuerpo de astronautas gracias a nuestras habilidades como calculadoras, era complicado conseguir que nos dejasen ocupar otros puestos.

Esas niñas me creían capaz de hacer cualquier cosa. Creían que las mujeres podían ir a la Luna y que, por tanto, ellas también podrían. Por eso tenía que seguir.

—Si la temperatura sigue subiendo como los meteorólogos esperan que haga, todos estaremos en peligro, a menos que nos hayamos establecido en otros planetas.

Si la excusa era que establecer una colonia no era seguro para las mujeres, tendríamos que demostrar que éramos tan capaces como los hombres.

Al menos había reconocido que, después de viajar millones de kilómetros por el espacio, necesitábamos quince minutos para ser humanos.

Éramos refugiados. Nuestra casa, nuestros trabajos, nuestro banco, nuestros amigos, el meteorito lo había destruido todo.

En menudo mundo vivíamos, en el que era más extrtaño que saliera el sol que hablar con mi marido desde la Luna.