El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez
El globo llegó sin contratiempos a su destino, después de un viaje apacible por un cielo de un azul inverosímil. Volaron bien, muy bajo, con viento plácido y favorable, primero por las estribaciones de las crestas nevadas, y luego sobre el vasto piélago de la Ciénaga Grande. Desde el cielo, como las veía Dios, vieron las ruinas de la muy antigua y heroica ciudad de Cartagena de Indias, la más bella del mundo, abandonada de sus pobladores por el pánico del cólera. Vieron las murallas intactas, la maleza de las calles, las fortificaciones devoradas por las trinitarias, los palacios de mármoles y altares de oro. Cientos de niños desnudos se lanzaban al agua alborotados por la gritería de todos, se tiraban por las ventanas, se tiraban desde los techos de las casas y desde las canoas que conducían con una habilidad asombrosa, y se zambullían para rescatar los bultos de ropa, las comidas de beneficencia que la hermosa mujer del sombrero de plumas les arrojaba desde la barquilla del globo. Volaron sobre el océano de sombras de los plantíos de banano, cuyo silencio se elevaba hasta ellos como un vapor letal. El ingeniero del globo, que iba observando el mundo con un catalejo, dijo: “Parecen muertos”. Le pasó el catalejo al doctor Juvenal Urbino, y dondequiera que fijó sus ojos encontró cuerpos humanos esparcidos. Alguien dijo saber que el cólera estaba haciendo estragos en los pueblos de la Ciénaga Grande. El doctor Urbino, mientras hablaba, no dejó de mirar por el catalejo. Poco después volaron sobre un mar de espumas, y descendieron sin novedad en un playón ardiente. Lo único que quería Fermina Daza era ver otra vez su pueblo natal, para confrontarlo con sus recuerdos más antiguos, pero no se lo permitieron a nadie por los riesgos de la peste. |