El oficio de vivir de Cesare Pavese
Blasfemar, para esos tipos a la antigua que no están perfectamente convencidos de que Dios no existe, pero, riéndose de él, le sienten de vez en cuando en su interior, es una hermosa actividad. Viene un acceso de asma y el hombre empieza a blasfemar con rabia y tesón: con la precisa intención de ofender a este Dios eventual. Piensa que, después de todo, si existe, cada blasfemia es un martillazo en los clavos de la cruz, y un disgusto que se la da a aquél. Después se vengará Dios –es su sistema–, armará un estropicio, mandará otras desgracias, meterá en el infierno, pero aunque ponga el mundo patas arriba, nadie le quitará el disgusto sentido, el martillazo sufrido. ¡Nadie! Es un buen consuelo. Y la verdad es que esto revela que, después de todo, este Dios no ha pensado en todo. Pensad: es el dueño absoluto, el tirano, el todo; el hombre es una mierda, una nada, y sin embargo el hombre tiene esa posibilidad de irritarle y disgustarle y echarle a perder un instante de su beata existencia. Esto es en verdad el “meilleur témoignage que nous puissions donner de notre dignité” ¿Cómo no ha hecho nunca Baudelaire una poesía sobre esto?
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