Las malas de Camila Sosa Villada
A los cuatro, a los seis, a los diez años, yo lloraba de miedo. Había aprendido a llorar en silencio. En mi casa y con un padre como el mío, estaba prohibido llorar. Se podía guardar silencio, descargar la rabia mientras se hachaba leña, golpearse con otros niños del barrio, pegarle puñetazos a las paredes, pero nunca llorar. Y mucho peor, llorar de miedo. De manera que aprendí a llorar en silencio, en el baño, en mi cuarto, o camino al colegio.
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