Tristana de Benito Pérez Galdós
»Te diré algo más. Meses antes de descubrirte padecí en este Madrid unas melancolías... Encontrábame otra vez con mis treinta años echados a perros, pues aunque conocía un poco la vida y los placeres de la mocedad, y saboreaba también el goce estético, faltábame el amor, el sentimiento de nuestra fusión en otro ser. Entregueme a filosofías abstrusas, y en la soledad de mi estudio, bregando con la forma humana, pensaba que el amor no existe más que en la aspiración de obtenerlo. Volví a mis tristezas amargas de adolescente; en sueños veía siluetas, vaguedades tentadoras que me hacían señas, labios que me siseaban. Comprendía entonces las cosas más sutiles; las psicologías más enrevesadas parecíanme tan claras como las cuatro reglas de la Aritmética... Te vi al fin; me saliste al encuentro. Te pregunté si eras tú... no sé qué te dije. Estaba tan turbado, que debiste de encontrarme ridículo. Pero Dios quiso que supieras ver lo grave y serio al través de lo tonto. Nuestro romanticismo, nuestra exaltación, no nos parecieron absurdos. Nos sorprendimos con hambre atrasada, el hambre espiritual, noble y pura que mueve el mundo, y por la cual existimos, y existirán miles de generaciones después de nosotros. Te reconocí mía y me declaraste tuyo. Esto es vivir; lo demás, ¿qué es?». Dijo, y Tristana, atontada por aquel espiritualismo, que era como bocanadas de incienso que su amante arrojaba sobre ella con un descomunal botafumeiro, no supo responderle. Sentía que dentro del pecho le pataleaba la emoción, como un ser vivo más grande que el seno que lo contiene, y se desahogaba con risas frenéticas, o con repentinos y ardientes chorretazos de lágrimas. Ni era posible decir si aquello era en ambos felicidad o una pena lacerante, porque uno y otro se sentían como heridos por un aguijón que les llegaba al alma, y atormentados por el deseo de un más allá. Tristana, particularmente, era insaciable en el continuo exigir de su pasión. Salía de repente por el registro de una queja amarguísima, lamentándose de que Horacio no la quería bastante, que debía quererla más, mucho más; y él concedía sin esfuerzo el más, siempre más, exigiendo a su vez lo mismo. |