El ángel en la casa de
Beca Aberdeen
—Amanda, ¿puedo pedirte algo? —inquirió él en tono mucho más suave.
(…)
—Sí.
—Me preguntaba si te importaría… quizá esto te suene extraño, pero, ¿te importaría dejarme tocar tus pechos?
La joven lo observó aturdida por un instante que le pareció eterno.
—Disculpa, ¿qué has dicho? —murmuró al fin.
Puede que no hubiera formulado la pregunta de la mejor forma. Pero, ¿qué otra manera había para realizar una petición tan extraña? Quizá debería explicarle la extraña enfermedad que lo estaba poseyendo. Pero le resultaba imposible expresar algo que ni siquiera comprendía.
—Lo siento, sé que no apruebas el contacto, pero es que he desarrollado una especie de fijación con tu pecho. Es casi una obsesión. A menudo no me deja concentrarme en otras cosas, sobre todo cuando te inclinas y asoma por tu camisa o… bueno, todo el tiempo, en realidad —vomitó con rapidez, atropellándose a sí mismo al hablar.
Amanda lo contempló con ojos desorbitados, como si fuera un demente o un bicho raro, y no la culpaba. Acababa de confesarle estar obsesionado con una parte de su cuerpo y ahora que veía su expresión, sabía que no podía revelar jamás el resto de extrañas obsesiones que lo estaban acosando.
—Supongo que se trata de mi curiosidad, ya que tu pecho es tan diferente al mío y estoy seguro de que si me permitieras examinarlo una vez, perdería el misterio que parece el desencadenante de mi fijación.
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