Qué difícil es ser dios de Arkadi Borís Strugatski
¿Qué tenían estas doscientas mil personas de común para un forastero llegado de la Tierra? El que casi sin excepción todavía no eran personas en el sentido actual de la palabra, sino lingotes o piezas en bruto de las que los siglos sangrientos de la historia irán tallando poco a poco el verdadero hombre, libre y orgulloso. Ahora eran pasivos, codiciosos y extraordinariamente egoístas. Psicológicamente casi todos eran esclavos, esclavos de la fe, esclavos de sus semejantes, esclavos de sus pequeñas pasiones, esclavos de su codicia. Y si por un capricho de la suerte cualquiera de ellos naciera o se hiciera señor de sí mismo no sabría qué hacer con su libertad. Se apresuraría a hacerse esclavo, esclavo de su riqueza, de sus demasías antinaturales, de sus amigos depravados y de sus propios esclavos. La mayoría de ellos no tenían culpa de nada. Eran demasiado pasivos y demasiado ignorantes. Su esclavitud se basaba en la pasividad y en la ignorancia, y esta pasividad e ignorancia hacían a su vez que se perpetuase la esclavitud. Si todos fueran iguales sería desesperante. Y, sin embargo, serían personas, es decir, seres portadores de una chispa de inteligencia. Y esta chispa haría que constantemente, unas veces aquí y otras allá, se encendieran y prendieran en su masa las luces de un futuro increíblemente lejano, pero inevitable. Estas luces se encenderían a pesar de todo. A pesar de su aparente inutilidad. A pesar de la opresión. A pesar de que las pateasen. A pesar de que no le hicieran falta a nadie en el mundo y de que todo el mundo estuviera contra ellas. A pesar de que en el mejor de los casos solamente pudieran contar con un sentimiento de lástima desdeñoso y perplejo. Estas lumbreras no sabían aún que el futuro les pertenecía, que el futuro es imposible sin ellas. No sabían que en este mundo de fantasmas horrendos del pasado eran ellas la única realidad del futuro, que ellas eran como el fermento o la vitamina del organismo de la sociedad. |